lunes, 26 de agosto de 2013

Viajes en blanco y negro.


     Paco “el gorrilla” era un buen hombre. Su media sonrisa lo delataba. Todas las fiestas aparecía con su camioncito Ebro y descargaba barras, cadenas, cables, lucecitas y un montón de cachivaches que iba armando metódicamente mientras Concha, su mujer, preparaba la comida en un infiernillo. 

     Nunca supimos dónde vivía, aunque algunos imaginábamos la cabina del camión como el espejo de Alicia, con un mundo interior más enorme de lo que aparentaba su exterior. 

     Yo siempre miré su atracción con el apetito de un niño al que no le dejan probar emociones de mayores. Hasta que cumplí los ocho años. Entonces pude montar en La Barca de Paco “el gorrilla”. Aquello era una especie de columpio muy grande en el que subían dos personas de pie y Paco daba a una palanca para que se balancease cada vez a más velocidad y más alto. 
     Entonces fue cuando comprendí que todo tiene un límite y, al llegar a cierta altura, mi terror superó mis ansias de sentirme mayor y comencé a gritar, sin medida, con todo el volumen que alcanzaban mis pulmones “¡¡¡Para!!! ¡¡¡Para, o me tiro!!!"
     Y paró, ya lo creo que paró, porque si bien yo no hubiese sido capaz de saltar, el escándalo que estaba formando no merecía más ostentación. Aquel creo que fue el primer auditorio ante el que me presenté. El público se había arremolinado alrededor de la atracción y, de no ser porque era la plaza pública, habrían colgado el cartel de “Completo”. 

     Cada barcaje (así llamábamos a los viajes en aquel balancín gigante) costaba cinco pesetas, o un duro, que parecía menos. Y Paco no me lo tuvo en cuenta, me devolvió el duro del barcaje, por el mal rato que había pasado. 

     Los demás chicos de la pandilla sí que se aficionaron a esos vaivenes y cada dos por tres estaban subidos riendo y gritando de alegría. Yo esperaba siempre abajo. 
     De vez en cuando, Paco nos invitaba. Yo le salía barato, porque mi vértigo me impedía montar en aquel péndulo infernal y esperaba junto a él mientras observaba cómo tiraba acompasadamente de la palanca para dar velocidad al cacharrito (cacharritos llamábamos a cualquier atracción de la feria). Y luego tiraba de la misma barra firmemente para que el calce que antes le había dado inercia a La Barca, hiciese de freno al encallarse en él. 

     Maravillas tecnológicas de simple funcionamiento. Siempre me fascinó que lo mismo que producía la inercia la pudiese anular. 

     Y así, feria tras feria, Paco “el gorrilla” hacía su aparición. Hasta que la innovación técnica de los cacharritos empezó a traer La Góndola, Los Coches de Choque, e incluso La Noria. Paco se iba quedando pequeñito y los chavales sólo iban cuando los dos duros que tenían no les alcanzaban para un viaje en los coches de choque, que costaban cinco duros. Entonces los gastaban en dos barcajes más uno que les regalaba Paco de vez en cuando. "El gorrilla" incluso llegó a recibir una pedrada de un jovencito desagradecido mientras le increpaba “¡¿Adónde vas tú, antiguo?! ¡Que eres del siglo pasado!” El mismo al que, alguna vez, había invitado a unos cuantos barcajes extra. 

     Hasta que un año ya no vi ni el Ebro de Paco “el gorrilla”, ni La Barca de madera y chapa, ni a Concha haciendo la comida en aquel infiernillo a la vez que atendía desde su caseta la venta de barcajes

     Me senté en un banco de la plaza frente al solar vacío y me vi volar como nunca lo había hecho en La Barca de Paco “el gorrilla”, mientras una lágrima rodó con añoranza por mi cara.




domingo, 25 de agosto de 2013

Qué mala es la endibia

     Hace unos meses hablaba de una hortaliza noble, la chirivía. 
     Hoy, dadas las circunstancias socio-culturales del país, tengo que hablar de la endibia. Esa hortaliza que es hija putativa de escarola.
     Una escarola es una escarola y su rancio abolengo la sitúa en la más alta alcurnia. Véase los peinados de la Duquesa de Alba en la más pura línea escaronil.
     Pero las tradiciones no se respetan y, como un parásito a la sombra de la escarola, surge la endibia. No se puede ser más innoble. Para existir, renegando y anulando a sus parienes la escarola y la achicoria, la endibia vive en las tinieblas para evitar que sus hojas se pongan verdes y produzcan un veneno que se llama intibina. Inquina, diría yo que es lo que tiene. Porque en caso de salir mucho a la luz, la intibina podría ser tan corrosiva para el organismo que nos corroería la endibia.
     Y así, con nocturnidad y alevosía, pálida a más no poder y promulgando la esbeltez anoréxica, surge la amarga endibia. Cuya notoriedad culinaria está más en sus acompañantes que en sus méritos propios. Como ejemplo, la salsa de roquefort, más efectiva que egregia, puesto que su procedencia de la coagulación de la leche de oveja cubierta de moho dista de ser algo distinguido. Evidentemente, la endibia sólo se vuelve interesante acompañada de sabrosos acompañantes como el salmón, las ostras, el pato a la naranja con almendras, el camemberg, el secreto de cerdo… En éste último caso, al unirse al porcino manjar, no dejará de ser “endibia cochina”.
     Aprendiz de lechuga, sin las sensuales curvas de ésta, ni esos matices esmeralda, ni ese nutritivo tronco objeto de disputas de tenedor en medio de la ensalada. Que no, que donde esté una lechuga, alimento que ya aparece en antiguas fábulas y consejas, la endibia sólo llega a ser una mala consejera. Oculta bajo las suculentas salsas y manjares no deja de ser una amargura encubierta.
     Por eso me quedo con las hortalizas que, por méritos propios, forman parte de nuestra dieta clásica, y gritaré a los cuatro vientos:
¡QUÉ MALA ES LA ENDIBIA!